Existen
metas en la vida a las cuales nos aferramos con extrema fuerza, al punto de
tomarlas como si fueran una especie de objetos-fetiche. Es así que en ellas nos
representamos un anhelo de sosiego frente a los desafíos existenciales que se
imponen.
A partir
de una o varias metas, trazamos un horizonte que nos calma y nos abre un
sendero predecible y transitable. En el fervor de lo planeado, seguimos los
mandatos que nuestra conciencia vocifera, doblegando nuestra voluntad hacia un
determinado punto del mapa.
En tal
contexto, los sacrificios, postergaciones, renuncias y energías, se reducen a
lo irrisorio comparados con la satisfacción que nos provoca levantar el trofeo
de la conquista anhelada. Sin embargo, a la vuelta de la esquina, aguarda
sigilosa la desilusión, esperando borrar de un “plumazo” nuestro propósito.
En esas
oportunidades en que el proyecto “se cae”, no sólo desaparece la meta, así
también lo hace el camino que nos conduce hacia ella. El terreno se agrieta y
se hace cuesta arriba, consecuencia de nuestro sismo plagado de emociones y
sentimientos encontrados. Nos preguntamos: “¿y ahora qué? Sin esto mi vida no
tiene sentido”.
Y es ahí
donde respondo: el sentido no es algo dado previamente; el sentido se construye
con los surcos que va dejando nuestro deseo.
Cuando
depositamos nuestro entusiasmo en objetivos cuyos intereses cobraremos a base
de esfuerzo y paciencia, ¿cuál es la meta que nos moviliza más allá de la
especulación calculadora?
Plantear
nuestros proyectos a modo de cálculo, evidencia nuestra imposibilidad de
valorar el presente que transcurre en armonía con nuestro deseo. Silenciar las
voces de la exigencia y aprender a decir que no, es también una forma de
proyectarnos hacia resultados que se van delineando como una consecuencia de
nuestro caminar.
Dentro de
ese presente en que la trama colapsa, se conmueven los relatos con los cuales
decidimos construir una historia idealizada. Esa actitud desmitificadora, nos
abre a la novedad de lo imprevisto, al sabor de lo distinto, y a la vida en
toda su complejidad.
La
ilusión y la desilusión son las dos caras de una misma moneda. Al arrojarla, no
elegimos si caerá en cara o cruz, pero sí optamos por no dejar de lanzarla. Esa
decisión es la que nos mantiene en movimiento, persistiendo en la opción
subjetiva por nuestro deseo.
Mientras
viajamos por la carretera en un mediodía soleado, divisamos un espejismo
reflejado en el asfalto que nos devuelve una imagen distorsionada del porvenir.
Más bien, prefiero la metáfora del auto avanzando de noche, donde no vemos más
allá del camino alumbrado por el vehículo. Aun así, seguimos adelante a
sabiendas de que el viaje continúa.
Los
saluda,
Lic.
Agustín Sartuqui
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