Atravesando el portal del consultorio, las cosas comienzan a fluir de otra manera. En ese paso, algo se abre también en nosotros, haciéndonos sentir la desnudez de un yo que va perdiendo la seguridad de su saber. Lentamente, nos adentramos en un encuadre que contiene una temporalidad distinta: la del tiempo en análisis.
Al cerrar la puerta, se abre otro tiempo en ese espacio con cuatro paredes; un lugar que nos invita a salir de nuestra zona de confort y del cual nos apropiamos lentamente en aras de ser alojados. Y es así que nos sumergimos en la aventura de lo incierto para hacerle un sitio a nuestro decir.
En primera instancia, se instala un silencio que es difícil de afrontar. Él nos mueve a hablar con la ilusión de encontrar la seguridad de un complemento que nos dé las respuestas que esperamos escuchar. Emergen las primeras palabras; desordenadas y caóticas, ellas quieren decir algo, aunque nunca lo digan del todo.
Haciendo el ejercicio de dejarnos ser en ese tiempo que es el nuestro, nos quitamos la mochila del pasado y el futuro para reposar en la espontaneidad de los instantes que nos movilizan a no quedarnos callados. Es entonces que nos damos cuenta de que hay silencios que dicen y palabras que callan, por más ruidosas que estas últimas sean.
No es que lo ocurrido y lo esperado hayan desaparecido por arte de magia. Simplemente están ahí, condensados en un presente en el que hablamos sin saber lo que decimos ante quien nos escucha.
En medio del silencio, dejamos emerger las más profundas verdades del inconsciente. Para descifrar ese inconsciente, presentamos sueños, pesadillas, relatos de vivencias, fragmentos de nuestra vida cotidiana e historias de nuestro pasado lejano o reciente, entre muchas otras cosas. Y sintonizamos con aquello de lo que hablamos, al punto de olvidar la presencia de ese alguien que nos escucha.
A medida que avanza el análisis, va disminuyendo la persona del analista en favor de la imagen que depositamos en él; imagen cargada de un significado especial, y a la cual le demandamos una respuesta radical que cure de raíz nuestro malestar.
En ese tránsito, vamos construyendo una significación que decanta en las palabras de quien hace silencio y aguarda el momento oportuno para manifestarse en una interpretación. La entendamos racionalmente o no, ella movilizará nuestro decir en una dirección determinada, pues las palabras de quien las dice no nos resultan indiferentes. Dicho de otra manera, la transferencia subyace a esa frase con carácter hipotético (interpretación), o al señalamiento que da la pauta para seguir ahondando en un determinado sector de nuestro discurso.
No tenemos que hacer nada al respecto, simplemente permanecer en la experiencia de dejar que surja lo que tiene que surgir. En la quietud de la asociación libre, recorremos infinidades de lugares significativos que hacen del consultorio un lugar que contiene muchos sitios. Algo así es la experiencia del diván: dejarnos fluir callando las razones que recortan al inconsciente para emprender una aventura hacia múltiples destinos.
Pagamos, sí; con dinero y con nuestro compromiso respecto a lo que decimos. En efecto, no nos da lo mismo acudir o no a la sesión porque somos interpelados a ir más allá de la incomodidad placentera por la cual consultamos. Salir de la paradoja que aloja lo que nos afecta y nos da comodidad es, entonces, el gran desafío que nos plantea el psicoanálisis. Sin certezas preexistentes, aprendemos a confiar en un proceso que lleva su propia inercia y es único e intransferible para quien le abre la puerta a su inconsciente.
Los saluda,
Lic. Agustín Sartuqui
Yo no sufro de locura: la disfruto cada minuto.
ResponderEliminar