El análisis suele transcurrir alrededor de un borde que circunda lo que llamamos “el núcleo doloroso”. Me refiero a ese lugar que es la fuente de nuestra “sanación” y, a la vez, el de una gran herida que no queremos cicatrizar. Y es entendible que así lo sea, ya que el alivio pasajero de lo conocido muchas veces le gana la pulseada a la decisión de proyectar nuestro deseo en el largo plazo. El pasaje de un estado a otro es lo que llamamos “el proceso psicoanalítico”.
El paciente se dirige hacia ese centro lentamente, como si tantease a ciegas los límites que lo alejan de su realidad y lo aproximan hacia lo desconocido que habita en él. Una realidad que es psíquica y edificante de su subjetividad pero que, a la vez, puede ser cuestionada y reestructurada desde la elaboración de su posición frente a ese núcleo.
Pasar por la experiencia del análisis, es pararse en ese abismo que divide nuestro saber con lo que nos deja sin palabras. Un abismo que desde el silencio nos interpela y – parafraseando a Nietzsche – nos mira. Nos mira desde un inconsciente que se nos manifiesta con preguntas como las siguientes: ¿Qué es lo que quiero? ¿Para qué estoy acá? ¿Cuál es el sentido de mi vida? A fin de cuentas, todos estos interrogantes convergen en una sola pregunta: ¿Quién soy?
Hacer el ejercicio de responder a la pregunta ya es parte del dispositivo analítico. En efecto, durante el análisis vamos cambiando el lugar desde donde decimos las cosas, y eso tiene que ver no sólo con un cambio de punto de vista, sino también con la posición desde la cual construimos, en clave imaginaria, nuestra identidad. En forma imaginaria porque la identidad es una ilusión que nos da seguridad. Como los fotogramas de una cinta de celuloide, son instantes sucesivos y cambiantes que proyectan en nuestra conciencia la imagen de unidad y coherencia de nuestro yo. En el análisis, nuestra conciencia es como la pantalla de un cine donde se refleja el resultante de un proceso más complejo que le da vida al yo ilusorio.
Por supuesto que el yo también interviene activamente, pero – como ya lo afirmó Freud – decir “yo” no es decir conciencia. En análisis tendemos al ideal de dejar de lado al yo y sus certezas. De este modo, lo central no es responder a los cuestionamientos desde la racionalidad o la certidumbre; más bien, lo que nos interesa es lo que se conmueve cuando hacemos el ejercicio de buscar respuestas. Así, el analizante va cambiando de lugar, tomando las riendas de su vida y posicionando a su deseo en un lugar más “amigable” frente a ese núcleo incandescente.
Las preguntas que surgen conllevan también un llamado a la acción: un hacer, un decir y un pensar que nos permita atravesar los límites impuestos por el guion que nos representamos una y otra vez en nuestro yo consciente. Se trata de crear acontecimientos - hechos únicos e irrepetibles - que reformulen las palabras con las cuales reescribimos nuestra historia en el presente para pergeñar una nueva visión de nuestro futuro. Continuando con la metáfora cinematográfica, una reversión de la película que nos permita vivir mejor.
Aunque parezca estancado, el análisis es un proceso que lleva su propia inercia, siempre y cuando el analista esté comprometido con la conducción de la cura. Un compromiso que requiere del profesional una posición de escucha particular, y abstenerse de educar al paciente con su saber, tolerando la incomodidad silenciosa de lo no sabido. Dicha actitud de escucha, devuelve el más allá de lo que se dice, fomentando que el analizado escuche qué dice en lo que dice de manera que él mismo transite su camino de búsqueda.
Desde esta perspectiva, la escucha marca la distancia entre lo hablado y la significación alternativa que se va creando en y entre las sesiones. Significaciones que van y vienen, que provocan las más recalcitrantes resistencias y la apertura de nuevos caminos. Todos los senderos conducen a ese núcleo patógeno; lugar de donde nacen y vuelven los fotogramas que le dan cuerpo a la película de nuestra vida y al papel que representamos en ella.
Existen momentos de acercamiento que pueden ser dolorosos y a la vez reveladores. En esta paradoja del psicoanálisis, se instala un rito de pasaje que es necesario atravesar para crecer. Un pasaje entre la seguridad de lo conocido y la aventura de la novedad. El rito como la tijera que corta el celuloide para combinar los fotogramas de una forma creativa, atravesando los mitos con los cuales explicamos quiénes somos y cómo interpretamos el mundo.
Lleva tiempo y paciencia elaborar "el núcleo doloroso", pero llega una instancia del análisis donde las excusas se acaban y sentimos un llamado impostergable a responder. Una pregunta que se responderá desde un lugar discursivo que nos reposicione frente al agujero de lo inefable. Sin erradicarlo, pero viviendo a pesar de él.
Los saluda,
Lic. Agustín Sartuqui
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