Cuántas veces nos preguntamos sobre el sentido de nuestra existencia excluyéndonos a nosotros del planteo. Buscamos un responsable o “culpable” de lo que nos pasa. Como contraparte, anhelamos un “salvador” que resuelva todos nuestros problemas. Y es entonces que aguardamos en la pasividad un “golpe de suerte” de las circunstancias para encontrar el alivio que tanto deseamos.
Las excusas están a la orden del día. Siempre tendremos motivos como para bajar los brazos, no hacer tal o cual cosa o, simplemente, quejarnos y hundirnos en la amargura. La diferencia está en la brecha que se abre entre lo que nos pasa y lo que hacemos frente a ello. No es algo fácil ese cambio de postura, pues desde la razón evaluamos situaciones que son difíciles de digerir por nuestro psiquismo. Este cambio de posición involucra también un cambio en nuestro contexto. Al modo de un juego de ajedrez, necesitamos hacernos un espacio para que las otras piezas se reacomoden y se alineen en una disposición estratégica.
Lo más importante en todo esto es nuestra decisión de poner manos a la obra y encarar lo que sí de nosotros depende; es decir, hablar de lo que “nos pasa” y hacer algo con ello. Estar en la posición de hablantes implica que del otro lado hay al menos una persona que nos escucha. Y escuchar no es simplemente oír; es recibir las palabras y devolverlas con una significación distinta, la cual marca un punto de vista diferente de lo que creemos decir cuando las pronunciamos. Es allí donde podremos construir un sentido que nos aloje, con el fin de transitar los interrogantes que nos movilizan a buscar nuevas respuestas.
De este modo, cuando las respuestas se renuevan, no sólo se escribe nuestro presente; también reformulamos el pasado en aras de tomar un nuevo impulso hacia el futuro. Un porvenir incierto que tendrá su cuota de azar, pero que no nos dejará inermes ante la búsqueda de sentido. Con las herramientas en mano para sobrevolar los hechos, podremos apropiarnos de las ideas reveladoras que nos dan el valor de afrontar el enigma que se nos presenta.
Andar por la vida justificando nuestra queja sería reivindicarse en el dolor, el cual sólo es útil cuando, por el contrario, se presta para ser escuchado. Desde este punto de vista el dolor es un proceso de sanación que requiere de nuestra decisión para ayudarnos y dejarnos ayudar. Es la señal que nos indica que estamos vivos, que sentimos, que hay algo que nos incomoda y nos propone un cambio. Un cambio que, como toda crisis, es una oportunidad de librarnos de las cadenas que nos oprimen y no nos dejan vivir nuestra vida en paz.
De nosotros depende buscar en un amigo, un ser querido, un familiar o un profesional, a ese alguien que nos acompañe y nos escuche para transitar el dolor y hacer algo con él. Si el molusco fabrica una perla a partir de una herida, cuánto más podremos hacer nosotros con el recurso de la palabra y el sinfín de significados que de ella emanan. En la medida en que nos apropiemos de la palabra y hablemos desde un lugar de autenticidad, nos hacemos escuchar. Ya no será exclusivamente para sanar; también lo será para atraer e inspirar a quienes nos rodean.
En este proceso donde escribimos y re-escribimos el libro de nuestra vida, tendremos un capítulo por delante que cobrará sentido en el ejercicio de lectura-escucha de lo que tenemos para contar frente a nosotros y los demás. Un libro que tendrá la simpleza de ser complejo y no complicado. Contendrá sus laberintos y sus espejos, algunos de ellos indescifrables. No importa. La simpleza estará en extraer de ella aquellos fragmentos que valen la pena narrar, una vez que decidamos desde qué lugar queremos protagonizar la historia de nuestra vida.
Los saluda,
Lic. Agustín Sartuqui
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