Conectado con la matriz de mis pensamientos, me encuentro con un cielo azul despejado en un día de Sol. Es muy agradable sentarme en mi café favorito y ponerme a escribir, improvisando cada uno de los momentos mientras escucho música jazz. Me aferro a lo que dicta este instante y me sintoniza con lo real que habita en mí.
No hace falta abrir los ojos, pues el día soleado del que hablaba antes ya está en mi interior, como el mundo del texto que se transmite al universo del lector cuando la obra trasciende a su autor. Se construye así una virtualidad única que le da movimiento a mi imaginación y a las neuronas que la dibujan. En calidad de prófugo de los hechos, me anulo de lo que pasa afuera. Aquello que no podré cambiar en millones de años si no miro para mis adentros.
De manera progresiva me relajo más y más. Me amigo con todo mi ser cayendo en un colchón de ensueños hecho de algodón. Sumamente placentero es este momento. Me siento más despierto que nunca, aunque esté quieto y con los ojos cerrados. Nada importa más que hacer infinitos cada uno de los nanosegundos que me atraviesan. Ellos pasan dejando huellas en sus sucesores, recordándoles que no hay mejor memoria que la de estar enfocado en el presente.
Quisiera abrirme a más y más sitios interiores inexplorados, conectando cada uno de los puntos corporales para formar una sola alma capaz de apreciar su existencia privilegiada e intransferible. No elegimos venir a este mundo. Pero me quedo con el pensamiento de que, entre muchos azares de mis antepasados y una infinidad de células reproductivas, me tocó a mí nacer. Ahora que lo pienso, tengo más chances de ganar la lotería que de estar viviendo aquí y ahora. En fin, gracias a la vida que me ha dado tanto.
Veo la evolución en mí. Algo se está moviendo progresivamente hacia no sé dónde. Tampoco me importa saberlo, pues no es el lugar de tránsito ni de llegada, es el moverse sin detenerse en una actitud de búsqueda constante.
Pensemos un momento: ¿Cuánto valemos si no existiese nada de lo que poseemos, ni lo que nos rodea, ni lo que hacemos? ¿Cuál es esa esencia que nos hace querernos más allá de todo? En el principio donde todo termina y confluye, es mi ser el que aparece en la forma más pura posible.
El azar de mi existencia se une a la autopista de la búsqueda personal, del sentido de la vida. Un camino en perpetua construcción y sin carteles instalados a través del cual me desplazo sin saber hacia dónde voy, pero con ganas de llegar. Amar la vida es viajar en esa ruta, aceptándome en cada uno de los tramos.
Hablemos de las “imperfecciones”. Qué ganas tengo de ser imperfecto y que todo me importe un carajo. Esa es la gran sabiduría de la vida. Sin juzgar sobre lo que no afecta mi bienestar, dejo pasar las etiquetas y aprendo a no juzgarme a mí tampoco. Y así soy más feliz. Sin divisiones interiores entre el juez y el banquillo de los acusados, la unidad se transforma en justicia.
Un saludo,
Lic. Agustín Sartuqui
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